
Hace poco tuve
la oportunidad de ir de paseo a la bella hacienda Gualanday. El ingreso por la
carretera central antes de “La Paila” es un poco diferente, ya que se hace
entre cultivos de caña, pero al entrar en contacto con el río, regresan de
manera obligada las imágenes del pasado cuando aquellos parajes eran el
balneario del pueblo y donde se hacían los mejores sancochos. Recuerdo que los
domingos se convertía en un inmenso parqueadero de camiones y willys y las
playas de tibia arena también se volvían una pasarela donde se veían las niñas
más hermosas, desfilando confundidas entre hermosos guaduales, viejos
barrigones generalmente suegros y señoras con racimos de várices bañándose con
ropa. El vestier era una toalla para cubrir la inocencia. Misma que quedaba al
descubierto del otro lado, justo donde estábamos nosotros espiando y “jalando
la cauchera”. Eran mis catorce, que podía hacer!
El paseo
dominical se culminaba en la tienda de Padilla en La Astelia. Era hermoso ese
caserío, tenía capilla, casitas de ambos lados y sevillanos de ambos lados
viviendo en ellas, y ahora ni casitas ni mucho menos sevillanos.
En aquella época
Sevilla no tenía moteles y una aceptación para ir al Volga entre semana, era un
asolapado sí para el amor. Los sevillanos que conocimos las primeras mieles del
amor en El Volga, fuimos casi todos. Cuando uno llegaba al sitio y había otras
parejas en el charco del puente, era obligado caminar un poco y alejarse hacia
“El Zancudo” o el charco “Gualanday”. En ocasiones era casi toda una odisea, en
donde había que sortear bravos toros de la hacienda, espinas de guadua y
vaqueros fisgones. En cualquier caso después de estar allá, el momento sublime
habría de llegar. Una generación entera
de futuros sevillanos viajó rio abajo, se los llevó la corriente. Si esos guaduales hablaran!...
En una ocasión,
fuimos de paseo un domingo un grupo de amigos y entre ellos iba el padre Hugo
García, quien fuera nuestro vecino en la infancia. Nos paró la policía y no
llevábamos papeles, salvo los de envolver marihuana que llevaban unos amigos
teatreros bogotanos. Para poder seguir, el padre García mostró sus credenciales
y les dijo que todos éramos colaboradores de la iglesia y que íbamos para una
“convivencia”. Y que convivencia!
Muchos fueron
los sevillanos que El Volga aportó a nuestro pueblo y por eso este lugar tiene
algo de sagrado en mis recuerdos. Todos los amores furtivos de aquella
época tuvieron al río como cómplice.
Hoy, al volver
al sitio y retroceder la cinta; siento que ahora todo es mas fácil, menos
romántico y sin el encanto de la conquista. Es que la tembladera que daba en
las piernas durante el viaje al río con la ansiedad por llegar, no se puede
describir. En mi caso, tenía moto y bajando a la Astelia solo frenaba con el
delantero, para sentir las “cornadas” en
mi espalda mientras llegaba al charco. Nunca he tenido bíceps conquistadores,
pero en aquella época la motico ayudaba mucho.
Cuando volví al
río de mis cuitas, tenía temor de encontrarme con un insignificante hilo de
agua en un cause antiguo. Pero no, increíblemente con todo y la arremetida
humana, el río sigue ahí. Los charcos permanecen con sus caudales y
profundidades, el “zancudo” todavía nos tapa y están las piedras del barranco
para los clavados. No entiendo cómo, pero el río ha resistido todo este tiempo,
como si quisiera que algún alma piadosa, ojalá sevillana y con dinero, abriera de nuevo las puertas de
esas hermosas praderas y volvieran los paseos de olla con la algarabía de los
domingos y que sus guaduales fueran resguardo de nuevos amantes
incógnitos.